lunes, 13 de mayo de 2013

Angkor, la ciudad de los dioses

C
Cuarta y última parte


24 de marzo, 2013

Hay momentos en los que la oscuridad me deja ciega. Tener los ojos abiertos o cerrados es completamente lo mismo. Estoy aterrada, pero nada puedo hacer, sólo hacerme a la izquierda, seguir pedaleando  y rogarle a dios no caerme o ser atropellada.

Le grito a Juan pero no me escucha, no sé qué tanto se ha distanciado de mí. Alcanzo a ver su imagen cuando los carros que pasan lo alumbran, pero vuelvo a perderlo en la oscuridad  en cuanto se alejan. Mi alma regresa al cuerpo al escuchar que otro auto se acerca, pero al mismo tiempo me angustia que su conductor no me alcance a ver y me arrolle.

El tiempo que me quedo a ciegas se me hace eterno. En cada pedaleo imagino que me saldré de la carretera por falta de orientación, que me estrellaré con algún otro ciclista, o que aparecerán de repente topes o desviaciones. Esto es peor que una pesadilla. 

"¡Qué inconsciencia la tuya, sin casco ni luces!", me regaño mientras sigo pedaleando. Esto sobrepasa cualquier paseo de aventura, y todo por querer ver el amanecer en el templo Angkor Wat y llegar en bicicleta.

Me pregunto por qué los responsables del sitio turístico no han puesto alumbrado público a orillas de la carretera, no somos los únicos que llegan a esta hora en bici para asistir a la salida del sol detrás del templo y captar con sus cámaras esa imagen que ya se ha vuelto un cliché, pero que todos queremos tener.

Sigo pedaleando. A lo lejos alcanzo a ver más luces de autos y la silueta de Juan que me hace señas para que doblemos a la izquierda. En cuanto lo hago nos incorporamos a una vía con tráfico, muchos vehículos y tuk-tuks se dirigen al mismo punto. Mi alma respira, por fin algo de luz.

Avanzo detrás de los autos. Aunque sus faros me iluminan, no alcanzo a ver del todo bien y eso hace que el miedo, que todavía recorre mis venas, hagas de las suyas. Bastó un pequeño bache para que, con la intención de no perder el control, frenara abruptamente y saliera volando hacia el frente. Al verme en el suelo volteo hacia atrás y veo que varios autos y tuk-tuks se avecinan. Inmediatamente me levanto  y lo primero que hago es quitar la bicicleta del camino para evitar más accidentes.

Juan corre tras de mí, me pregunta si estoy bien. Después de verificar que yo y la bici estamos completas, que no hay sangre y que puedo caminar sin marearme, le digo: “Súbete a tu bici y vámonos que está amaneciendo”. 

Y con esa emoción, la misma que me llevó a caminar cuatro horas por la Muralla China, entre subidas y bajadas de escaleras, sigo pedaleando para llegar puntual a mi cita con el sol y Angkor Wat.  No tengo ningún cometido periodístico, pero persigo la foto como se persigue una noticia.

Estacionamos la bici y nos hacemos camino entre decenas de turistas que están ingresando por la fachada principal del recinto religioso. 

Cuando llegamos al lago donde se refleja la imagen del templo, nos damos cuenta que muchos madrugaron más que nosotros y ya han tomado sus lugares para apreciar el espectáculo.

Foto: Gabriela Becerra

El sol se hace del rogar para salir. Sus primeros rayos colorean de un rojo pálido  el cielo. Pienso: “Si esto es todo no valió la pena ni la caída ni la desmañanada”.  Muchos se desesperan y se van. 

Foto: Gabriela Becerra

Al poco rato, el astro rey hace su aparición. Viste un traje anaranjado. Lentamente,  inicia su pasarela  hasta posarse justo arriba del templo Angkor Wat, cuya imagen se refleja en el pequeño lago que hay enfrente. Ahí está la postal más deseada, la que todos queremos llevarnos a casa, la que vimos en las páginas de Internet y deseamos presumir. Las cámaras no paran de disparar.


Foto: Gabriela Becerra


Foto: Juan Carlos Zamora

Cuando el espectáculo se termina vamos a desayunar a los puestos de comida que están ubicados en una amplia área verde dentro del templo. Mientras saboreo mis tallarines con huevo estrellado, me entretengo con un niño, como de dos años, que está completamente desnudo y jugando con una silla de su tamaño.

Los chinos, acostumbrados a retratar todo, se divierten tomándole fotos y el pequeño también se da vuelo posando, se sabe el centro de atención, y tanto quiere hacer que termina perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo con todo y silla. Creo que no he sido la única que se cayó  por obtener algo a cambio.

Con la barriga llena y el corazón contento continuamos nuestro recorrido por los templos. En el área de Angkor Thom visitamos el templo Baphuon. Cuando lo veo de frente me traslado otra vez a México y sus zonas arqueológicas. Hay tanto de parecido en la arquitectura y en el entorno natural que los rodea, que no dejo de hacer comparaciones.

Foto: Gabriela Becerra
Al mediodía hacemos un breve descanso para escapar de los intensos rayos de sol. Estamos a 40 grados centígrados y a Juan Carlos le ha dado un bajón de energía, se siente asfixiado por el calor. Así que nos protegemos bajo la sombra de los frondosos árboles y aprovechamos para ir a comer.

Cuando la temperatura desciende retomamos el viaje porque todavía hay mucho por conocer. Entre templo y templo disfruto mi paseo en bicicleta. No es lo mismo pedalear con el ruido y la contaminación que genera una metrópolis como Beijing que disfrutar del encantador paisaje de Angkor, en donde la abundante vegetación, la riqueza arquitectónica de los templos y la exótica fauna se combinan hasta alcanzar la perfección.

Y desde luego, no es lo mismo esperar a que decenas de autos te dejen pasar, a pesar de que tienes el semáforo a tu favor, que cederle el paso a una manada de elefantes que hacen fila para atravesar una de las bellas puertas que se encuentran en diferentes puntos del enorme recinto religioso. Una postal más para mi álbum.

Foto: Gabriela Becerra

Para cerrar con broche de oro nuestra  visita de tres días a Angkor, nos encaminamos al templo Ta Prohm, famoso por la manera tan caprichosa e invasiva en la que las raíces de los árboles han estrangulado, aplastado y destruido algunos los templos a lo largo de los años, como si estuvieran celosos de que la gente les preste más atención que a ellos. Lucha de egos.

Parecería que están reconquistando el territorio que el Imperio Jemer les robó para construir una de las obras más bellas de la humanidad. Ahí justamente radica el encanto de Ta Prohm: dos creaciones, una de la naturaleza y otra del hombre, luchando por permanecer en el tiempo, por existir y ser admiradas.

Foto: Gabriela Becerra
Foto: Juan Carlos Zamora


Foto: Gabriela Becerra
Faltan un par de horas para que el sol termine su jornada. Quiero regresar al hotel antes de que anochezca, no deseo caer otra vez en las garras de la oscuridad. Así que me despido de Angkor y agradezco a la vida la oportunidad de estar aquí.

Mientras pedaleo lleno mis pulmones de una buena dosis de aire limpio, que buena falta me hará en la contaminada Beijing. 

Pasamos nuevamente por el templo Angkor Wat y veo que algunos camboyanos están nadando en el canal que rodea el templo, el cual sirvió como protección contra los invasores durante el Imperio Jemer.


Foto: Gabriela Becerra

A pesar de que han pasado mil años, Angkor está más vivo que nunca porque su gente le inyecta esa chispa que hace falta para que siga latiendo, nutriéndose. Angkor está lejos de ser ese lugar completamente restaurado que no se puede tocar.

Lo que más me gustó es que los camboyanos hacen suyo el lugar, lo recorren y disfrutan. Conviven con los monos, rezan en los templos, dan paseos y hacen pin nic en las áreas verdes que rodean el canal. Justo esta imagen fue la última que se quedó grabada en mi mente.

La describo porque esta postal decidí conservarla en mi memoria. Era tan perfecta que ninguna cámara  hubiera podida captarla: de telón de fondo tengo las cinco torres con forma de loto que representan al templo Angkor Wat y un cielo azul. En segundo plano gente nadando en el espejo de agua.  En primer plano familias y grupos de amigos en el césped jugando, corriendo, comiendo, conversando y, en general, disfrutando de las cosas sencillas de la vida. Por ahí de vez en cuando aparecen vacas pastando. Y en primerísimo plano, una niña de piel morena y descalza que cruza la carretera y viene hacia mí. No me pide un dólar, como pensaba lo haría, pero me jala del pantalón, me mira con la más tierna carita y me dice en inglés. “ What are you doing here? Come with us, come and sit on the grass”, con esas palabras y la sonrisa de Ben es como quiero recordar mi viaje a Angkor, en Camboya.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Angkor, la ciudad de los dioses

Tercera parte


24 de marzo, 2013

Desperté bañada en sudor. No sé en qué momento de la madrugada sentí frío y apagué el aire acondicionado. De no ser por este sistema, sería imposible estar seco y fresco en Siem Reap, incluso en la noche.

El calor tan húmedo de marzo me obliga a darme dos baños al día. En realidad son más contando los que me doy en sudor. 

Hoy es nuestra segunda visita a Angkor y hemos decido hacerla en bicicleta, así que después del desayuno buscamos un lugar de alquiler y pagamos 20 dólares por un par de monociclos para dos días.

No hay forma de ganarle al sol. Por muy temprano que sea, los rayos penetran con fuerza en la piel. Y como voy a pedalear casi 20 kilómetros para ir a Angkor, lo mínimo que puedo hacer es protegerme de ellos con bloqueador,  sombrero  y lentes de sol.


Foto: Juan Carlos Zamora
Tras 45 minutos de pedaleo llegamos a la zona arqueológica y el paisaje cambia radicalmente. La vegetación es abundante. 

Nunca antes había visto árboles de enormes proporciones como los de la especie tetrameles nudiflora: altos, troncos anchos y raíces largas y gruesas que se me imaginan a un nido de anacondas. Se expanden tanto como pueden y por eso han estrangulado y aplastado varios templos. 

Foto: Gabriela Becerra
Curiosamente, las copas de estos árboles no son tan frondosas. En sus raíces son toscos y gruesos, pero se van haciendo estrechos hacia la punta.

Foto: Gabriela Becerra
Definitivamente, un viaje en bicicleta te permite apreciar detalles que en auto o tuk-tuk no percibes, como los sonidos que emiten las aves para comunicarse.

El viento fresco que se produce cuando pedaleo y la sombra de estos árboles me hacen olvidar los 40 grados de temperatura que se registran. Eso sí, en cuanto nos detenemos, el sudor comienza a brotar. Siento los poros de la piel como agujeros de regadera. De nada sirve ponernos bloqueador si a los cinco minutos ya estamos chorreando. Así como tomamos agua la expulsamos, es como estar en un baño sauna. 

Sobre los dos primeros templos que visitamos no hay mucho que decir, sólo que en uno de ellos me encontré a una linda camboyana de diez años vendiendo pulseras. Me sorprende el nivel de inglés que tienen estos chiquitos y su capacidad para vender,  son insistentes y te miran con ojos de “cómprame uno,  aunque sea”.  


Foto: Gabriela Becerra
Además cuando les preguntas “How much?” Invariablemente te responden “One dollar”, con un marcado acento camboyano y un cantadito encantador. 

Siem Reap es como una de esas tiendas en donde todo lo que hay cuesta un dólar, al menos las botellas de agua, los cocos y mangos, así como los llaveros, postales, pulseras y demás recuerditos que te venden los pequeños valen un dólar. 

Los templos en Angkor se suceden uno tras uno. Así que a los cinco minutos de haber dejado el último templo llegamos al siguiente: Banteay Kdei, uno de mis favoritos.

Foto: Gabriela Becerra

Con tanta humedad, haberme puesto unos pantalones cortos de mezclilla fue lo peor que pude haber hecho .

Por el sudor, la tela se me pega a la piel y me impide moverme a mis anchas. Me acerco a uno de los puestos de ropa que hay a las afueras del templo para ver si encuentro algo más ligero, y una voz en español me dice “¿cuál te gusta?”, volteo la cabeza bruscamente y descubro a otra belleza camboyana, una joven de piel bronceada que me ofrece algunos pantalones de algodón de distintos colores. 

Mientras negociamos el precio, me explica que estudió en una escuela de español, pero, al ser tan cara, decidió abandonarla y seguir aprendiendo y practicando con los turistas.

Ya fresca como una lechuga, inicio mi recorrido por el templo. Como no es de los más famosos hay poca gente, así que aprovecho para tirar con calma fotos de columnas, techos, marcos de ventanas y apsarás (deidades de la mitología hindú) que están esculpidas en los muros.   
 
Foto: Gabriela Becerra

Foto: Gabriela Becerra

Me doy vuelo con los diferentes planos que se forman con las columnas y trato de imaginar cómo habrá sido la construcción original. Observo los detalles y colores,  toco la textura de las piedras y pienso “¡Cómo me gustaría hacer aquí una sesión fotográfica!".

En eso estoy cuando un turista nos dice: “Have you seen that spider? Is very big!”. La curiosidad de Juan Carlos puede más que su fobia a las arañas y nos acercamos a verla. Efectivamente, es tan grande como la red que ha tejido.
 
Foto: Gabriela Becerra
Angkor reúne lo mejor de la naturaleza y el ser humano, de ahí su grandeza. Una obra arquitectónica, producto de la creatividad, el ingenio y el esfuerzo de mucha gente, está envuelta en un paisaje en donde es común encontrarse  arañas en cada resquicio, árboles majestuosos que se enraízan a los templos, o monos a la orilla de la carretera en espera de ser alimentados.

Foto: Gabriela Becerra
 
Foto: Juan Carlos Zamora

Por cierto, rumbo al templo Angkor Wat, donde queremos ver el atardecer, nos encontramos a una bandada de monos. Debido a que los turistas y la gente que trabaja en el sitio les dan de comer, los primates se han vuelto holgazanes para buscar comida.


A ciertas horas del día bajan de los árboles y se ponen a la orilla de la carretera para ver si el conductor de una  bicicleta, tuk-tuk o auto, se compadece y les avienta semillas de loto o plátanos.


Antes de mi viaje leí que no había que acercárseles mucho porque podían saltarte encima si traías comida, pero veo que se han  familiarizado bastante con la gente por la constante convivencia. Al terminar su jornada, los camboyanos se detienen a darles de comer, observarlos y reírse con sus locuras,  son muy simpáticos. 


Por aquí se ve al líder de la manada, solitario y gruñón,  por allá a los más jóvenes correteándose o peleando por la comida que les avientan, y también a la hembra con su cría colgada en el pecho. 


Foto: Gabriela Becerra
Algo que me causa mucha gracia es ver cómo la cría se desprende de su madre para ir detrás de la semilla de loto que pasa rodando por sus patas y cómo, tras comerla, regresa con su madre, se le trepa en el pecho, le agarra las tetillas y se las mete a la boca.  Otras veces, por estar comiendo, no se da cuenta que su mamá se aleja, pero al volver la cara y verla, corre tras ella y se le monta.


Foto: Juan Carlos Zamora

La luz del día comienza a agotarse y dejamos atrás el espectáculo de los monos para alcanzar el atardecer.

Cuando llegamos a Angkor Wat, nos encontramos con la sorpresa de que el sol no se oculta detrás del templo, si no frente a él. Es una lástima, porque este cielo teñido de un color que pasa del amarillo al naranja y después al rojo, hubiera sido un perfecto telón de fondo para poner en primer plano el Templo de Angkor Wat.

Hasta que el sol se mete por completo abandonamos el recinto turístico. Es hora de regresar al hotel, estoy hambrienta, completamente salada por tanto sudor y muy cansada, pero todavía tengo que pedalear cerca de una hora.


Llegamos al hotel casi a las ocho de la noche, no me quedan ganas de salir a cenar al centro, así que pedimos algo en el restaurante. Después de un baño caliente, nos consentimos con un masaje camboyano que ofrece el hotel por seis dólares en nuestra habitación.

Parece ser que en todo el sudeste asiático los masajes son parte de la vida cotidiana, o al menos de la vida turística. Tanto en Tailandia como en Camboya existe una gran oferta y los precios son bastante accesibles. 

Te los puedes dar en locales establecidos o en plena calle en las zonas turísticas, en donde es común ver a los viajeros dándose uno de pies en medio de la ambientada vida nocturna. También por un dólar puedes disfrutar en Siem Reap de diez minutos de masaje en los pies.

Debo aclarar que ambos estilos de masaje, los tailandeses y  camboyanos, son muy parecidos y bastante rudos. 

Las masajistas te presionan con fuerza en la planta de los pies y en las piernas. Usan el peso de su cuerpo para estirarte los músculos, pareciera que estás luchando con ellas, pues de repente se han montado sobre ti y te hacen algo parecido a la “quebradora”, es un masaje de contacto y al final quedas un poco adolorido.

La mejor parte es cuando te dan masaje en el cuello y la nuca. Se sientan pegadas a la pared y se colocan una almohada entre las piernas para que ahí recargues tu espalda y luego tu cabeza. El masaje es rudo, pero me gusta. Tan es así que me quedo dormida y comienzo a roncar. 

Carlos me despierta, por eso de la pena ajena y porque el masaje ha terminado. Lo siento por él, porque estoy tan cansada que lo más seguro es que siga roncando toda la noche. No puedo más, se me cierran los ojos, se me cierran, hasta mañazzzzzz.

lunes, 6 de mayo de 2013

Angkor, la ciudad de los dioses


Segunda parte

23 de marzo, 2013

Mi concepto de vacaciones no está precisamente relacionado con el descanso. Soy inquieta, me gusta sacarle provecho a los lugares que visito y eso implica levantarse temprano y caminar mucho. 

Ben quedó de pasar por nosotros a las 8 am para ir a Angkor, que de nuestro hotel queda como a 20 kilómetros. Así que a las 6:30 am salto de la cama para darme un baño y tomar el desayuno que está incluido en el  precio del hotel.

Con su eterna sonrisa, Ben nos da los buenos días y nos lleva a Angkor en su potro de tres ruedas.
  
Al llegar a la entrada de la zona arqueológica compramos un boleto de 40 dólares para tres días de visita. Nos toman una foto digital y entregan una credencial que será nuestro pase en los siguientes días.
  
Angkor es enorme, cuenta con 200 kilómetros cuadrados de superficie en los que se distribuyen decenas de templos. Y como no queremos aperitivos sino comenzar con el plato fuerte, le decimos a Ben que se dirija a Angkor Wat, el templo más emblemático de todo el recinto religioso. 

De repente, aparece frente a mí la imagen que había visto tantas veces en Internet. Ahora soy yo la que está dentro de la foto, puedo ver con mis propios ojos otra joya creada por la humanidad, sentirla, respirarla y tocarla.


Foto: Gabriela Becerra

Alcanzo a ver las cinco torres con forma de loto. La del centro es la principal y representa el monte Merú, considerado sagrado en varias culturas, mientras que las otras simbolizan sus picos más altos.

Ben estaciona su tuk-tuk y nos espera bajo la sombra de los monumentales árboles mientras hacemos el recorrido.

Como el templo está rodeado por un canal que fue construido para defenderse de las invasiones, avanzamos por el único camino de acceso a la entrada, un andador de aproximadamente un kilómetro de largo. 

No somos los únicos que hemos llegado temprano, en el lugar hay decenas de turistas que sonríen para la foto y posan por aquí y por allá.  

Parada al pie de la fachada principal de Angkor Wat imagino todo lo que ha entrado y salido por esta puerta en los más de mil años desde que se inició su construcción. 

Desvían mi atención los finos grabados de piedra que hay en techos y paredes, los toco, meto mis dedos en los recovecos. 

Foto: Gabriela Becerra
 
Foto: Gabriela Becerra
 

Foto: Gabriela Becerra

Observo también cómo la humedad ha hecho de las suyas y sirve de incubadora al moho que día a día va cubriendo de verde las figuras talladas de flores, grecas y formas humanas que alguna vez estuvieron pintadas.

Las ventanas  son otro aspecto exquisito. Los barrotes están tallados con finos detalles y a través de ellos se cuela una cálida luz que nos permite apreciar otros detalles  que hay en los corredores.

Foto: Gabriela Becerra

Salimos de la fachada principal y se extiende ante nosotros una amplia área verde con árboles de copa frondosa que sirven de sombrilla para todos aquellos que están huyendo del sol que, a las 9 de la mañana, ya quema y pone en aprietos a las chinas que tanto cuidan su piel.

Cruzamos la extensión verde a través de otro andador que conecta la fachada principal con otra que da acceso a las cinco torres con forma de loto. 

Comienzo a explorar y lo primero que veo son los techos de los corredores que me trasladan a los templos Mayas, específicamente a los de Palenque, en el estado de Chiapas, México. Techos de piedra tosca que se unen en su punta. El parecido me asombra.


Foto: Gabriela Becerra

Allá vivieron los Mayas, pero ¿en Angkor quién? Vamos a trasladarnos por unos segundos en el tiempo. Entre los siglos IX y XV, hubo un reino llamado Jemer que tuvo en Angkor su ciudad más importante. 

Este imperio fue heredero de la cultura de la India, así que nació siendo fiel a la religión hinduista y tanto su visión del cosmos, como su pensamiento, costumbres y arquitectura estuvieron guiadas por esta doctrina. 

Por ende, los primeros templos de Angkor fueron construidos bajo los principios hinduistas, aunque más tarde, cuando penetró el budismo, los gobernantes en turno los adaptaron a esa nueva creencia. Por eso, en algunas construcciones puedo apreciar la fusión de ambas.

Angkor Wat, por ejemplo, se construyó con el estilo arquitectónico hindú a principios del siglo XII y fue el centro político y religioso del imperio Jemer, pero años más tarde se le adaptaron elementos budistas. 

Foto: Gabriela Becerra
Este templo es uno de los que mejor se conserva gracias a que los monjes budistas nunca lo abandonaron, a diferencia de otros templos que quedaron  a  merced de la selva, la cual se los ha ido comiendo gradualmente.

Con la colaboración de varios países, los templos se han ido reconstruyendo, aunque todavía falta mucho por hacer.

Otro aspecto que me hace recordar algunos templos prehispánicos de México son las escalinatas. Por ejemplo, para llegar a la cima de la torre principal, que emula al monte Merú, los antiguos moradores tenían que dar largas zancadas para alcanzar el siguiente escalón, lo que hacía imposible subir con la frente en alto. 



No sé si su construcción tenía como finalidad que el cuerpo se inclinara hasta agacharse en señal de respeto a los dioses, como sucedía en algunas  culturas mesoamericanas. 

Actualmente, se han superpuesto estructuras de metal con escalones de madera para proteger las escalinatas originales que, además de peligrosas, ya están muy deterioradas.

Estoy tan hipnotizada con la arquitectura que apenas escucho la protesta de mis tripas. Así que antes de visitar el siguiente templo, hacemos una pequeña escala en los puestos de artesanías, ropa y comida que están en aquella extensión verde que les comenté al principio. 

Por cinco dólares me traen un Amok con pollo, acompañado de arroz hervido (lo que me recuerda que estoy en Asia) Y para refrescarme pido un coco bien frío.

Después de cuatro horas abandonamos Angkor Wat. Encontramos a Ben y su inseparable sonrisa bajo la sombra donde lo dejamos. En su tuk-tuk nos lleva a la siguiente parada: el templo de Bayon.

Foto: Gabriela Becerra
 
Una cara gigante esculpida en diferentes pedazos de piedra cuadrada nos da la bienvenida con una sonrisa. No es la única, cuando apunto la mirada hacia otros ángulos del mismo templo descubro decenas de rostros más. Me pregunto a quién le sonríen y por qué. 
  
Foto: Gabriela Becerra

Cuando camino siento que me observan, tienen esa mirada que te sigue a donde quiera que te muevas. 

¿A quién representan estas caras sonrientes? Son la imagen de Avalokiteshvara, el buda de la compasión. Se dice que en Bayon hay 216 caras distribuidas en 54 torres, cada una apunta hacia uno de los cuatro puntos cardinales. 
 
Foto: Gabriela Becerra
  
Mi curiosidad no alcanza para confirmar que el número de torres y caras sea el que realmente dicen, así que limito a observar otros detalles del recinto.

Para ello, me siento en unas piedras que están amontonadas en el patio de Bayon. Tal vez hace mil años cumplieron con alguna labor importante, pero hoy sólo esperan a que algún arqueólogo descubra cuál es su sitio en todo este rompecabezas.

Cuando miro las torres de Bayon me acuerdo del juego de mesa Jenga, pienso que con una sólo piedra que se mueva todo podría venirse abajo. Me pregunto cómo es que dejan entrar a los visitantes en el interior del templo, se ve frágil y peligroso. 


Foto: Gabriela Becerra

No me queda claro hasta dónde el recinto conserva su diseño original y hasta dónde los arqueólogos han vuelto a colocar las piedras, ya que algunas de las figuras que están talladas no embonan entre sí. Por aquí se ve esculpida una cabeza, pero por allá se observa su mano o pie. Además, me asalta la duda de cómo están unidas las piedras, pues no observo entre ellas ningún tipo de cemento.

Como he mencionado, en Angkor se construían y remodelaban templos de acuerdo a las preferencias religiosas de los gobernantes en turno. Bayon, por ejemplo, se edificó cuando el rey Jayavarman VII se convirtió al budismo. 

Aunque es un viejo de casi mil años, el templo de Bayon es más joven que Angkor Wat, pero ha sufrido daños más severos en su estructura debido al abandono. 

Si ha estado de pie un milenio, creo que puede mantenerse igual mientras estoy adentro. Al fin y al cabo no seré la primera ni la última en explorar sus recovecos. Así que allá voy.


Foto: Juan Carlos Zamora

Después de haber husmeado en los adentros de Bayon es hora de regresar al hotel, Juan y yo estamos cansados, bañados en sudor y no sabemos si Ben ya comió.

Ya fresquecitos y guapos después de un baño, hacemos uso del tuk-tuk que el hotel nos ofrece gratis una vez al día para ir al centro de la ciudad. Pedimos que nos lleven a la calle de bares, donde hay restaurantes, cafeterías, tiendas y un animado ambiente nocturno.

En la cena del día anterior habíamos pagado 7 dólares por un Amok acompañado de arroz, pero esta vez lo encontramos entre 3 y 5. Mientras te acostumbras a los precios y la conversión de la moneda estás expuesto al abuso y al engaño.

 
Foto: Juan Carlos Zamora

Como ya es típico, entramos al restaurante que tiene más gente, es casi una garantía de que la comida está rica y a buen precio. No nos equivocamos, buena atención, variedad, sabor y precios.

Y para acercarnos más a la cultura del país (siempre es bueno poner un pretexto) concluimos el día tomándonos unas cervezas con sabor local: Ankor y Cambodia ¡Salud!

Foto: Juan Carlos Zamora