Alguna vez leí que Angkor, en Camboya, era uno de los lugares que tenían que visitarse antes de morir. No sé cuándo me voy a morir ni tampoco quiero saberlo, lo que sí sé es que estando tan cerca de China quería obsequiarme este maravilloso regalo antes de regresar a México.
Como no confío mucho en mi memoria, he decidido escribir sobre mi viaje como una manera de atrapar el tiempo y regresar a ese lugar de vez en cuando, transportándome con mis palabras y fotos, pero también para compartir esta experiencia con aquellos que están dispuestos a viajar a través de mis ojos y recuerdos, aquellos cuyo único pasaporte es su imaginación.
Como no confío mucho en mi memoria, he decidido escribir sobre mi viaje como una manera de atrapar el tiempo y regresar a ese lugar de vez en cuando, transportándome con mis palabras y fotos, pero también para compartir esta experiencia con aquellos que están dispuestos a viajar a través de mis ojos y recuerdos, aquellos cuyo único pasaporte es su imaginación.
Cada
relato de mi viaje lo publicaré en una entrada distinta. Les dejo la crónica
del primer día.
22
de marzo, 2013
Son
las tres de la mañana en Beijing, suena el despertador. Cuando se trata de viajar
tu cuerpo no exige esos cinco minutos a los que está acostumbrado, simplemente
salta de la cama como si hubiera sonado
la
alarma sísmica.
He
preparado las maletas dos días antes, así que sólo resta darme un baño y
preparar el último licuado de vegetales para que no se quede nada en el
refrigerador. Justo a las 4 am suena el móvil y escucho una voz en chino
mandarín, es el taxista que está esperándonos a Juan Carlos y a mí para
llevarnos a la terminal 2 del aeropuerto de Beijing.
De
los tres años que llevo viviendo en la capital de China, pocas veces el avión
ha despegado puntualmente. Los retrasos son cosa de todos los días por múltiples
razones: contaminación, lluvia, neblina, nieve o fuertes vientos, así que lo mismo
se retrasan 30 minutos que cuatro horas, como alguna vez me pasó.
Pero esta vez, el avión parte justo a las 7:30 am rumbo a
Kunming, una ciudad que se encuentra en el sur de China, donde haremos escala para abordar el avión que nos llevará
a Siem Reap, donde se encuentra Angkor, ya que no hay vuelos directos.
Después de dos horas, llegamos al nuevo aeropuerto de
Changshui en Kunming, que acaba de estrenarse hace seis meses y se ha
convertido en el cuarto más grande de China.
Mientras llega la hora de abordar
el otro avión, me entretengo tomando fotos de las nuevas instalaciones. Me
gusta su diseño, en especial la estructura serpenteante porque me recuerdan las
ondas que forman los listones de una danza tradicional de China, no sé si de
ahí tomaron la idea.
Foto: Juan Carlos Zamora |
No es lo único que atrapa mi atención, la forma en la que están construidas las escaleras eléctricas me hace sentir como en la pintura “Ascenso y descenso”, del artista holandés Maurits Cornelis Escher, en donde se ve a gente subiendo las escaleras cuando en realidad las está bajando y viceversa. Por eso también se les conoce como las “escaleras infinitas o imposibles”.
Cuando Carlos y yo estamos en el primer piso subimos pensando, obviamente, que las escaleras nos llevarán al segundo, pero terminamos en el tercero. Y cuando queremos regresar al primero llegamos al segundo y así.
Cuando Carlos y yo estamos en el primer piso subimos pensando, obviamente, que las escaleras nos llevarán al segundo, pero terminamos en el tercero. Y cuando queremos regresar al primero llegamos al segundo y así.
El
aeropuerto aún no está terminado, pero ya tiene señalización, la cuestión es
que al seguirla llegas a ningún lado. Subimos, bajamos y damos de vueltas buscando
casas de cambio que no existen.
Entre
la documentación, las fotos, las escaleras imposibles, los sitios fantasma y
las hordas de chinos que comienzan a llegar al aeropuerto en su tradicional
forma de viajar (en grupo, bien formaditos y detrás de un guía que levanta en
su mano una banderita de color llamativo), se me pasan volando las tres horas.
Nuevamente
China Eastern Airlines despega puntual. Me toca otra vez ventanilla, lo cual me
encanta porque me sirve de almohada y me deja tirar fotos como estas, que
obtengo tras una hora de viaje.
En
un inglés que apenas entiendo, se nos anuncia que estamos a punto de aterrizar
a Siem Reap. Desde la altura a la cual me encuentro, la ciudad parece del
tamaño de una maqueta. Alcanzo a ver bosques tupidos, que por la distancia más
bien parecen manojos de brócoli. También se me atraviesan algunos ríos
serpenteantes y espejos de agua color café, se ve que ha llovido en los últimos
días.
Cuando
el avión comienza a descender observo un diminuto aeropuerto, formado apenas
por unas cuantas pistas de aterrizaje y una modesta construcción estilo
camboyano, lo que me da una idea de lo pequeña que es la ciudad de Siemp Reap. La
emoción me asalta de golpe: otro país, otra cultura, otra gente, nuevos lugares por descubrir.
Apenas
pongo un pie afuera del avión y una bocanada de aire caliente me dibuja una
sonrisa. Estaba harta del frío de Beijing.
Foto: Juan Carlos Zamora |
Al
terminar de tramitar mi visa en el aeropuerto, donde la conseguí en diez
minutos tras pagar 20 dólares, dar dos fotos y llenar un formulario, recojo mi
equipaje y salgo en busca de la persona que nos llevará al hotel.
Ahí
está Ben con su eterna sonrisa. En sus manos morenas sostiene un papel con el
nombre de Juan Carlos Zamora. Al presentarnos nos dice “¡Welcome to Cambodia! Where are you
from?”. Orgullosos decimos: “We are from Mexico”.
Ben
nos ayuda con las tres mochilas que traemos y nos pide que subamos a su tuk-tuk,
como se le conoce a los carros motorizados que funcionan como taxis en países
del sudeste asiático, como Tailandia y Camboya.
Rumbo
al hotel Golden Mango Inn comenzamos a tirar fotos de un lado a otro,
extasiados por las cosas nuevas que aparecen ante nosotros. Representamos muy
bien la típica imagen del turista recién llegado: desorientado y con la mirada
apuntando hacia todos lados.
Foto: Gabriela Becerra |
Escenas
para la foto aparecen a la izquierda y a la derecha, pero así como llegan se
van. A mi lado pasa la moto con toda la familia abordo: el papá conduciendo y
la mamá sujetando a sus dos hijos, uno de ellos tan sólo de meses.
Más
allá alcanzo a ver a varias mujeres que vienen pedaleando bicicletas viejas.
Algunas de ellas cubren sus cabezas del sol abrumador y sus rostros con pañoletas.
Veo
también pasar a los niños en bicicletas oxidadas, algunos cuelgan sus mochilas
a su espalda, pero otros las ponen en las canastillas que traen al frente. Me llama la atención como algunos agarran con
una mano el volante y con la otra abrazan por la espalda a su amigo mientras
conversan, en ningún momento pierden el equilibrio en esta caótica ciudad, en
donde los únicos que marcan el sentido de las calles son los autos, porque las
motos y bicis transitan en todas las direcciones sin la menor precaución.
Para
mí es una imagen atractiva y llena de color, pero los camboyanos la viven como
algo normal, cotidiano y hasta aburrido.
Tras
un viaje de media hora en tuk-tuk llegamos al hotel. La calle en la que se
encuentra no me da la mejor impresión, es polvorienta y en sus orillas se
acumula la basura, pero una vez dentro la imagen cambia porque en su jardín
frontal tiene plantados árboles, palmeras y plantas.
Lo
primero que llama mi atención es una cajonera llena de zapatos que se encuentra
en la entrada del hotel. En algunos países de
Asia la gente se descalza antes de entrar a sus casas. Así que hago lo
mismo. Aunque el piso está fresco, me incomoda andar descalza, quizá porque de
niña me nalguearon por pisar el suelo frío.
Juan
Carlos me dijo alguna vez que en China podemos hacer todo aquello que nuestros
padres nos prohibieron de niños: sorber la sopa, levantar el plato para
tomarnos el caldito que sobra, hablar con la boca llena, tirar las servilletas
en el piso, entre otras cosas. Camboya bien podría ser el paraíso para aquellos
que de niños les prohibieron andar descalzos.
En la
recepción nos reciben amablemente, la sonrisa de Ben se repite por aquí y por
allá. Por 25 dólares la noche, recibimos una habitación para dos personas: baño
completo con agua caliente y aire acondicionado, necesario para sobrevivir a
los 40 grados centígrados que se registran por la tarde.
Después
de un baño reparador nos alistamos para salir a cenar. El hotel incluye un
traslado al centro en tuk-tuk por cada día que te hospedes, así que nos
lanzamos a probar la gastronomía local.
Cenamos
a la luz de las velas en un restaurante que se asemeja a una típica casa
camboyana: techo de palma, paredes de bambú, y mesas y sillas de madera.
Me
encanta probar la gastronomía local, es una de las mejores formas de conocer
una cultura, así que, tras una corta espera, llegan a la mesa un plato de tallarines secos, unas
botellas de la cerveza local Angkor, y el protagonista de la noche: Amok.
El
Amok es el platillo más representativo de Camboya y se prepara con pescado,
leche de coco y una pasta de hierbas llamada kroeung, todo envuelto en una hoja
de plátano para cocerlo al vapor. Para adaptarlo a su gusto, el turista puede
elegir otros tipos de carne como el pollo y el puerco.
Para
bajar la comida decidimos dar un paseo por algunas de las calles del centro de
Siem Reap. La calle de bares, restaurantes y mercados nocturnos se parece mucho
a la parte turística de Bangkok, en Tailandia. Aquí también hay masajistas que,
por un dólar, le dan un regalo a tus pies de diez minutos, aunque puedes
ampliar el tiempo pagando más.
También
se ven por acá las grandes peceras donde la gente mete sus pies para deshacerse
de las células muertas, nada como los peces para una buena exfoliación.
Foto: Gabriela Becerra |
La
cena se me ha bajado con la buena caminata que dimos, ahora sí estoy lista para
irme a dormir. Ha sido un día largo y agotador.
Y a
todo esto se preguntarán, ¿qué pasó con Angkor?
Esa historia se escribirá mañana. Los invité a viajar conmigo, así que
ustedes comprenderán que no se llega a un lugar por arte de magia, hay que
preparar el equipaje, abordar el avión, hacer escalas, alojarse en el hotel, dar
un primer vistazo a la ciudad y escribir esos pequeños detalles que, por muy
absurdos que parezcan, vale la pena recordar.
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