Segunda parte
23 de marzo, 2013
23 de marzo, 2013
Mi concepto de vacaciones no
está precisamente relacionado con el descanso. Soy inquieta, me gusta sacarle
provecho a los lugares que visito y eso implica levantarse temprano y caminar
mucho.
Ben quedó de pasar por
nosotros a las 8 am para ir a Angkor, que de nuestro hotel queda como a 20
kilómetros. Así que a las 6:30 am salto de la cama para darme un baño y
tomar el desayuno que está incluido en el
precio del hotel.
Con su eterna sonrisa, Ben
nos da los buenos días y nos lleva a Angkor en su potro de tres ruedas.
Al
llegar a la entrada de la zona arqueológica compramos un boleto de 40 dólares
para tres días de visita. Nos toman una foto digital y entregan una credencial
que será nuestro pase en los siguientes días.
Angkor es enorme, cuenta con
200 kilómetros cuadrados de superficie en los que se distribuyen decenas de templos. Y como no queremos aperitivos sino comenzar con el plato fuerte, le decimos a Ben que se dirija a Angkor Wat, el templo más emblemático de todo el recinto religioso.
De repente, aparece frente a
mí la imagen que había visto tantas veces en Internet. Ahora soy
yo la que está dentro de la foto, puedo ver con mis propios ojos otra joya creada por la humanidad, sentirla, respirarla y tocarla.
Foto: Gabriela Becerra |
Alcanzo a ver las cinco torres con forma de loto. La del centro es la principal y representa el monte
Merú, considerado sagrado en varias culturas, mientras que las otras simbolizan
sus picos más altos.
Ben estaciona su tuk-tuk y
nos espera bajo la sombra de los monumentales árboles mientras hacemos el
recorrido.
Como el templo está rodeado
por un canal que fue construido para defenderse de las invasiones, avanzamos
por el único camino de acceso a la entrada, un andador de aproximadamente un
kilómetro de largo.
No somos los únicos que
hemos llegado temprano, en el lugar hay decenas de turistas que sonríen para
la foto y posan por aquí y por allá.
Parada al pie de la fachada principal
de Angkor Wat imagino todo lo que ha entrado y salido por esta puerta en los
más de mil años desde que se inició su construcción.
Desvían mi atención los
finos grabados de piedra que hay en techos y paredes, los toco, meto mis dedos
en los recovecos.
Foto: Gabriela Becerra |
Foto: Gabriela Becerra |
Foto: Gabriela Becerra |
Observo también cómo la humedad ha hecho de las suyas y sirve de incubadora al moho que día a día va cubriendo de verde las figuras talladas de flores, grecas y formas humanas que alguna vez estuvieron pintadas.
Las ventanas son otro aspecto exquisito. Los barrotes están
tallados con finos detalles y a través de ellos se cuela una cálida luz que nos
permite apreciar otros detalles que hay
en los corredores.
Foto: Gabriela Becerra |
Salimos de la fachada
principal y se extiende ante nosotros una amplia área verde con árboles de copa
frondosa que sirven de sombrilla para todos aquellos que están huyendo del sol que,
a las 9 de la mañana, ya quema y pone en aprietos a las chinas que tanto cuidan
su piel.
Cruzamos la extensión verde
a través de otro andador que conecta la fachada principal con otra que da
acceso a las cinco torres con forma de loto.
Comienzo a explorar y lo
primero que veo son los techos de los corredores que me trasladan a los templos
Mayas, específicamente a los de Palenque, en el estado de Chiapas, México. Techos
de piedra tosca que se unen en su punta. El parecido me asombra.
Foto: Gabriela Becerra |
Allá vivieron los Mayas,
pero ¿en Angkor quién? Vamos a trasladarnos por unos segundos en el tiempo.
Entre los siglos IX y XV, hubo un reino llamado Jemer que tuvo en Angkor su
ciudad más importante.
Este imperio fue heredero de
la cultura de la India, así que nació siendo fiel a la religión hinduista y tanto
su visión del cosmos, como su pensamiento, costumbres y arquitectura estuvieron
guiadas por esta doctrina.
Por ende, los primeros
templos de Angkor fueron construidos bajo los principios hinduistas, aunque más
tarde, cuando penetró el budismo, los gobernantes en turno los adaptaron a esa nueva
creencia. Por eso, en algunas construcciones puedo apreciar la fusión de ambas.
Angkor Wat, por ejemplo, se
construyó con el estilo arquitectónico hindú a principios del siglo XII y fue
el centro político y religioso del imperio Jemer, pero años más tarde se le
adaptaron elementos budistas.
Foto: Gabriela Becerra |
Este templo es uno de los
que mejor se conserva gracias a que los monjes budistas nunca lo abandonaron, a
diferencia de otros templos que quedaron a
merced de la selva, la cual se los ha ido comiendo gradualmente.
Con la colaboración de
varios países, los templos se han ido reconstruyendo, aunque todavía falta
mucho por hacer.
Otro aspecto que me hace
recordar algunos templos prehispánicos de México son las escalinatas. Por
ejemplo, para llegar a la cima de la torre principal, que emula al monte Merú,
los antiguos moradores tenían que dar largas zancadas para alcanzar el
siguiente escalón, lo que hacía imposible subir con la frente en alto.
No sé si su construcción
tenía como finalidad que el cuerpo se inclinara hasta agacharse en señal de
respeto a los dioses, como sucedía en algunas
culturas mesoamericanas.
Actualmente, se han
superpuesto estructuras de metal con escalones de madera para proteger las
escalinatas originales que, además de peligrosas, ya están muy deterioradas.
Estoy tan hipnotizada con la
arquitectura que apenas escucho la protesta de mis tripas. Así que antes de
visitar el siguiente templo, hacemos una pequeña escala en los puestos de
artesanías, ropa y comida que están en aquella extensión verde que les comenté
al principio.
Por cinco dólares me traen
un Amok con pollo, acompañado de arroz hervido (lo que me recuerda que estoy en
Asia) Y para refrescarme pido un coco bien frío.
Después de cuatro horas
abandonamos Angkor Wat. Encontramos a Ben y su inseparable sonrisa bajo la
sombra donde lo dejamos. En su tuk-tuk nos lleva a la siguiente parada: el
templo de Bayon.
Foto: Gabriela Becerra |
Una cara gigante esculpida
en diferentes pedazos de piedra cuadrada nos da la bienvenida con una sonrisa.
No es la única, cuando apunto la mirada hacia otros ángulos del mismo templo
descubro decenas de rostros más. Me pregunto a quién le sonríen y por qué.
Foto: Gabriela Becerra |
Cuando camino siento que me
observan, tienen esa mirada que te sigue a donde quiera que te muevas.
¿A quién representan estas
caras sonrientes? Son la imagen de Avalokiteshvara, el buda de la compasión. Se
dice que en Bayon hay 216 caras distribuidas en 54 torres, cada una apunta hacia
uno de los cuatro puntos cardinales.
Mi curiosidad no alcanza
para confirmar que el número de torres y caras sea el que realmente dicen, así
que limito a observar otros detalles del recinto.
Para ello, me siento en unas
piedras que están amontonadas en el patio de Bayon. Tal vez hace mil años
cumplieron con alguna labor importante, pero hoy sólo esperan a que algún
arqueólogo descubra cuál es su sitio en todo este rompecabezas.
Cuando miro las torres de
Bayon me acuerdo del juego de mesa Jenga, pienso que con una sólo piedra que se
mueva todo podría venirse abajo. Me pregunto cómo es que dejan entrar a los
visitantes en el interior del templo, se ve frágil y peligroso.
Foto: Gabriela Becerra |
No me queda claro hasta dónde
el recinto conserva su diseño original y hasta dónde los arqueólogos han vuelto
a colocar las piedras, ya que algunas de las figuras que están talladas no embonan
entre sí. Por aquí se ve esculpida una cabeza, pero por allá se observa su mano
o pie. Además, me asalta la duda de cómo están unidas las piedras, pues no observo
entre ellas ningún tipo de cemento.
Como he mencionado, en Angkor
se construían y remodelaban templos de acuerdo a las preferencias religiosas de
los gobernantes en turno. Bayon, por ejemplo, se edificó cuando el rey
Jayavarman VII se convirtió al budismo.
Aunque es un viejo de casi
mil años, el templo de Bayon es más joven que Angkor Wat, pero ha sufrido daños
más severos en su estructura debido al abandono.
Si ha estado de
pie un milenio, creo que puede mantenerse igual mientras estoy adentro. Al fin y
al cabo no seré la primera ni la última en explorar sus recovecos. Así que allá
voy.
Después de haber husmeado en los adentros de Bayon es hora de regresar al hotel, Juan y yo estamos cansados, bañados en sudor y no sabemos si Ben ya comió.
Ya fresquecitos y guapos después de un baño, hacemos uso del tuk-tuk que el hotel nos ofrece gratis una vez al día para ir al centro de la ciudad. Pedimos que nos lleven a la calle de bares, donde hay restaurantes, cafeterías, tiendas y un animado ambiente nocturno.
Ya fresquecitos y guapos después de un baño, hacemos uso del tuk-tuk que el hotel nos ofrece gratis una vez al día para ir al centro de la ciudad. Pedimos que nos lleven a la calle de bares, donde hay restaurantes, cafeterías, tiendas y un animado ambiente nocturno.
En la cena del día anterior
habíamos pagado 7 dólares por un Amok acompañado de arroz, pero esta vez lo
encontramos entre 3 y 5. Mientras te acostumbras a los precios y la conversión
de la moneda estás expuesto al abuso y al engaño.
Como ya es típico, entramos
al restaurante que tiene más gente, es casi una garantía de que la comida está
rica y a buen precio. No nos equivocamos, buena atención, variedad, sabor y
precios.
Y para acercarnos más a la
cultura del país (siempre es bueno poner un pretexto) concluimos el día
tomándonos unas cervezas con sabor local: Ankor y Cambodia ¡Salud!
Foto: Juan Carlos Zamora |
No hay comentarios:
Publicar un comentario