martes, 31 de julio de 2012

Cuandixia, un refugio a las afueras de Beijing


Sábado 21 de julio. Suena el despertador 6:30 horas. ¡Arriba, levántate! Si de pasear se trata abro los ojos más rápido que de costumbre. Un baño de 5 minutos, preparo lo necesario para un viaje de dos días y unos sándwiches para el camino. Destino: Cuandixia, a 90 kilómetros de Beijing.

Salimos de casa y siento las primeras gotas de lluvia. 9:30 horas. Cinco minutos más tarde estamos en la estación del metro Babaoshan. Dos estaciones más hacia el oeste y llegamos a la estación terminal Pinguoyuan, donde abordamos el autobús 892, dejando detrás la insistencia de varios taxistas que nos ofrecen sus servicios.

En el trayecto la lluvia comienza a arreciar. La neblina a penas me deja ver la silueta de lo que parecen ser grandes montañas. 

Aunque el verde de los campos se dibuja en mi pupila, las canciones de La Maldita Vecindad que escucho en mi móvil hacen que mi pensamiento viaje a la Ciudad de México de vez en cuando. La huelo, la oigo, la siento. Pierdo la noción del lugar donde me encuentro. Para viajar, la mente no necesita de visa ni equipaje.

Después de dos horas de camino llegamos al pueblo de Zhaitang. La lluvia nos recuerda que no hay mucho tiempo para negociar con un taxista, así que por 40 yuanes nos lleva a Cuandixia, que queda como a 10 minutos.

A primera vista la villa me gusta, pero no tengo mucho humor para contemplarla porque la lluvia cae a cubetadas.


Las calles de la villa están empedradas con el material que se extrae de las montañas que la rodean. Foto Gabriela Becerra













































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































Tanta lluvia ha convertido las calles en ríos y cascadas. Por más que quiera evitarlo, mis tenis (así les llamamos en México a los zapatos deportivos) se han mojado por completo.


No sé si protegerme de la lluvia, tomar fotos
o sonarme la nariz por el resfriado.
Foto: Juan Carlos Zamora

Al ver que el cielo no deja de llorar, Carlos decide ignorarlo. Hace lo mismo con mi resfriado y comienza a caminar. Me anima diciendo: “De todos modos ya estás enferma”. No me hace gracia el comentario, pero decido seguirlo, también tengo mi dosis de curiosidad.



Cuandixia es una villa que parece haber sido sacada de un cuento.
Es el lugar que esperaba encontrar desde que llegué a China.
Es pequeña, pero bastante acogedora.
Foto: Gabriela Becerra

 

A pesar de que sólo hay 76 siheyuan (casas estilo beijinés), cada uno conserva la belleza
arquitectónica que los caracterizó durante las dinastías Ming y Qing, cuando fueron
construidos. Foto: Gabriela Becerra


  
 
Después de un primer acercamiento a la villa buscamos un siheyuan para que nos dé cobijo esta noche. Encontramos uno que ha mantenido su arquitectura casi intacta.

En él viven un par de viejecitos muy amables. Nos ofrecen de cenar. Aceptamos. Estamos hambrientos, mojados y con frío. La lluvia no para, lleva casi 10 horas cayendo.



La mayoría de los habitantes de la villa viven del turismo. En sus casas reciben a quien
desee pasar la noche y son ellos quienes te preparan de comer.
Foto: Gabriela Becerra
 
  
Tantas veces había querido conocer un siheyuan y ahora estoy en una de sus camas que parecen hornos. La base es de cemento, pero encima tiene algunas colchonetas. En la parte de abajo hay un hoyo donde en invierno se prende fuego para calentar la cama.

La noche ha caído. Las luces de la villa comienzan a apagarse. Por la ventana de mi habitación apenas se asoma una tenue luz. Afuera la lluvia sigue cayendo, me arrulla.



Domingo 22 de julio. Un rayo de sol me despierta. Tengo la ilusión de que después de tanta lluvia el día haya aclarado.

Se me cumple. El cielo está completamente despejado. Al verlo, nadie imaginaría que la lluvia de ayer, la más copiosa en 60 años, cobró la vida de 78 personas en Beijing y canceló decenas de vuelos. Como el niño que tira la piedra y esconde la mano, el cielo de hoy luce inocentemente azul.

Ahora sí, la villa comienza a mostrarme sus encantos arquitectónicos.
Foto: Gabriela Becerra

Tras disfrutar del desayuno que trajeron a la habitación mis abuelos, como cariñosamente he bautizado a los dueños del siheyuan, nos preparamos para subir a las montañas que rodean esta villa.

La villa está rodeada de montañas a las cuales se puede subir para tener diferentes panorámicas.
Foto: Juan Carlos Zamora


Hasta lo alto escucho el alboroto de los visitantes que vienen a la villa los fines de semana. Se ha roto la tranquilidad, el silencio.


Una cosa es que la villa se haya convertido en un destino turístico en los últimos años y otra muy distinta es que los paseantes rompan el equilibrio que guarda el lugar.

Una cosa es que quieran apreciar la arquitectura de los siheyuan y otra que entren a los patios sin saludar siquiera a sus dueños. Quizá porque erróneamente consideran que los 35 yuanes que pagan por entrar a la villa les da derecho a hacer lo que quieran.
En una aldea tan pequeña, un altavoz para guiar a un grupo de diez
personas me parece excesivo, una falta de respeto.
Foto: Gabriela Becerra


La vista panorámica que tengo a mi alrededor y el viento fresco que alborota mi cabello me recuerdan que no es tiempo para hacer corajes, sino para disfrutar de este cielo azul que tardará en repetirse.


Los cielos en la ciudad de Beijing son normalmente grises por tanta contaminación.
Por eso, cuando aparece uno azul hay que aprovecharlo.
Foto: Juan Carlos Zamora

Después de algunas horas en la cima, bajamos hambrientos de la montaña y rematamos con una comida abundante. Damos un último paseo por la villa y nos preparamos para el regreso a Beijing. Mañana el trabajo espera.


Son estas construcciones, de más de 500 años de antigüedad,
las que le dan un toque encantador al lugar.
Foto: Gabriela Becerra
Y lo mejor de todo es que puedes dormir y comer en ellas
como si fueras un miembro más de la familia.
Foto: Gabriela Becerra