lunes, 13 de mayo de 2013

Angkor, la ciudad de los dioses

C
Cuarta y última parte


24 de marzo, 2013

Hay momentos en los que la oscuridad me deja ciega. Tener los ojos abiertos o cerrados es completamente lo mismo. Estoy aterrada, pero nada puedo hacer, sólo hacerme a la izquierda, seguir pedaleando  y rogarle a dios no caerme o ser atropellada.

Le grito a Juan pero no me escucha, no sé qué tanto se ha distanciado de mí. Alcanzo a ver su imagen cuando los carros que pasan lo alumbran, pero vuelvo a perderlo en la oscuridad  en cuanto se alejan. Mi alma regresa al cuerpo al escuchar que otro auto se acerca, pero al mismo tiempo me angustia que su conductor no me alcance a ver y me arrolle.

El tiempo que me quedo a ciegas se me hace eterno. En cada pedaleo imagino que me saldré de la carretera por falta de orientación, que me estrellaré con algún otro ciclista, o que aparecerán de repente topes o desviaciones. Esto es peor que una pesadilla. 

"¡Qué inconsciencia la tuya, sin casco ni luces!", me regaño mientras sigo pedaleando. Esto sobrepasa cualquier paseo de aventura, y todo por querer ver el amanecer en el templo Angkor Wat y llegar en bicicleta.

Me pregunto por qué los responsables del sitio turístico no han puesto alumbrado público a orillas de la carretera, no somos los únicos que llegan a esta hora en bici para asistir a la salida del sol detrás del templo y captar con sus cámaras esa imagen que ya se ha vuelto un cliché, pero que todos queremos tener.

Sigo pedaleando. A lo lejos alcanzo a ver más luces de autos y la silueta de Juan que me hace señas para que doblemos a la izquierda. En cuanto lo hago nos incorporamos a una vía con tráfico, muchos vehículos y tuk-tuks se dirigen al mismo punto. Mi alma respira, por fin algo de luz.

Avanzo detrás de los autos. Aunque sus faros me iluminan, no alcanzo a ver del todo bien y eso hace que el miedo, que todavía recorre mis venas, hagas de las suyas. Bastó un pequeño bache para que, con la intención de no perder el control, frenara abruptamente y saliera volando hacia el frente. Al verme en el suelo volteo hacia atrás y veo que varios autos y tuk-tuks se avecinan. Inmediatamente me levanto  y lo primero que hago es quitar la bicicleta del camino para evitar más accidentes.

Juan corre tras de mí, me pregunta si estoy bien. Después de verificar que yo y la bici estamos completas, que no hay sangre y que puedo caminar sin marearme, le digo: “Súbete a tu bici y vámonos que está amaneciendo”. 

Y con esa emoción, la misma que me llevó a caminar cuatro horas por la Muralla China, entre subidas y bajadas de escaleras, sigo pedaleando para llegar puntual a mi cita con el sol y Angkor Wat.  No tengo ningún cometido periodístico, pero persigo la foto como se persigue una noticia.

Estacionamos la bici y nos hacemos camino entre decenas de turistas que están ingresando por la fachada principal del recinto religioso. 

Cuando llegamos al lago donde se refleja la imagen del templo, nos damos cuenta que muchos madrugaron más que nosotros y ya han tomado sus lugares para apreciar el espectáculo.

Foto: Gabriela Becerra

El sol se hace del rogar para salir. Sus primeros rayos colorean de un rojo pálido  el cielo. Pienso: “Si esto es todo no valió la pena ni la caída ni la desmañanada”.  Muchos se desesperan y se van. 

Foto: Gabriela Becerra

Al poco rato, el astro rey hace su aparición. Viste un traje anaranjado. Lentamente,  inicia su pasarela  hasta posarse justo arriba del templo Angkor Wat, cuya imagen se refleja en el pequeño lago que hay enfrente. Ahí está la postal más deseada, la que todos queremos llevarnos a casa, la que vimos en las páginas de Internet y deseamos presumir. Las cámaras no paran de disparar.


Foto: Gabriela Becerra


Foto: Juan Carlos Zamora

Cuando el espectáculo se termina vamos a desayunar a los puestos de comida que están ubicados en una amplia área verde dentro del templo. Mientras saboreo mis tallarines con huevo estrellado, me entretengo con un niño, como de dos años, que está completamente desnudo y jugando con una silla de su tamaño.

Los chinos, acostumbrados a retratar todo, se divierten tomándole fotos y el pequeño también se da vuelo posando, se sabe el centro de atención, y tanto quiere hacer que termina perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo con todo y silla. Creo que no he sido la única que se cayó  por obtener algo a cambio.

Con la barriga llena y el corazón contento continuamos nuestro recorrido por los templos. En el área de Angkor Thom visitamos el templo Baphuon. Cuando lo veo de frente me traslado otra vez a México y sus zonas arqueológicas. Hay tanto de parecido en la arquitectura y en el entorno natural que los rodea, que no dejo de hacer comparaciones.

Foto: Gabriela Becerra
Al mediodía hacemos un breve descanso para escapar de los intensos rayos de sol. Estamos a 40 grados centígrados y a Juan Carlos le ha dado un bajón de energía, se siente asfixiado por el calor. Así que nos protegemos bajo la sombra de los frondosos árboles y aprovechamos para ir a comer.

Cuando la temperatura desciende retomamos el viaje porque todavía hay mucho por conocer. Entre templo y templo disfruto mi paseo en bicicleta. No es lo mismo pedalear con el ruido y la contaminación que genera una metrópolis como Beijing que disfrutar del encantador paisaje de Angkor, en donde la abundante vegetación, la riqueza arquitectónica de los templos y la exótica fauna se combinan hasta alcanzar la perfección.

Y desde luego, no es lo mismo esperar a que decenas de autos te dejen pasar, a pesar de que tienes el semáforo a tu favor, que cederle el paso a una manada de elefantes que hacen fila para atravesar una de las bellas puertas que se encuentran en diferentes puntos del enorme recinto religioso. Una postal más para mi álbum.

Foto: Gabriela Becerra

Para cerrar con broche de oro nuestra  visita de tres días a Angkor, nos encaminamos al templo Ta Prohm, famoso por la manera tan caprichosa e invasiva en la que las raíces de los árboles han estrangulado, aplastado y destruido algunos los templos a lo largo de los años, como si estuvieran celosos de que la gente les preste más atención que a ellos. Lucha de egos.

Parecería que están reconquistando el territorio que el Imperio Jemer les robó para construir una de las obras más bellas de la humanidad. Ahí justamente radica el encanto de Ta Prohm: dos creaciones, una de la naturaleza y otra del hombre, luchando por permanecer en el tiempo, por existir y ser admiradas.

Foto: Gabriela Becerra
Foto: Juan Carlos Zamora


Foto: Gabriela Becerra
Faltan un par de horas para que el sol termine su jornada. Quiero regresar al hotel antes de que anochezca, no deseo caer otra vez en las garras de la oscuridad. Así que me despido de Angkor y agradezco a la vida la oportunidad de estar aquí.

Mientras pedaleo lleno mis pulmones de una buena dosis de aire limpio, que buena falta me hará en la contaminada Beijing. 

Pasamos nuevamente por el templo Angkor Wat y veo que algunos camboyanos están nadando en el canal que rodea el templo, el cual sirvió como protección contra los invasores durante el Imperio Jemer.


Foto: Gabriela Becerra

A pesar de que han pasado mil años, Angkor está más vivo que nunca porque su gente le inyecta esa chispa que hace falta para que siga latiendo, nutriéndose. Angkor está lejos de ser ese lugar completamente restaurado que no se puede tocar.

Lo que más me gustó es que los camboyanos hacen suyo el lugar, lo recorren y disfrutan. Conviven con los monos, rezan en los templos, dan paseos y hacen pin nic en las áreas verdes que rodean el canal. Justo esta imagen fue la última que se quedó grabada en mi mente.

La describo porque esta postal decidí conservarla en mi memoria. Era tan perfecta que ninguna cámara  hubiera podida captarla: de telón de fondo tengo las cinco torres con forma de loto que representan al templo Angkor Wat y un cielo azul. En segundo plano gente nadando en el espejo de agua.  En primer plano familias y grupos de amigos en el césped jugando, corriendo, comiendo, conversando y, en general, disfrutando de las cosas sencillas de la vida. Por ahí de vez en cuando aparecen vacas pastando. Y en primerísimo plano, una niña de piel morena y descalza que cruza la carretera y viene hacia mí. No me pide un dólar, como pensaba lo haría, pero me jala del pantalón, me mira con la más tierna carita y me dice en inglés. “ What are you doing here? Come with us, come and sit on the grass”, con esas palabras y la sonrisa de Ben es como quiero recordar mi viaje a Angkor, en Camboya.

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