miércoles, 8 de mayo de 2013

Angkor, la ciudad de los dioses

Tercera parte


24 de marzo, 2013

Desperté bañada en sudor. No sé en qué momento de la madrugada sentí frío y apagué el aire acondicionado. De no ser por este sistema, sería imposible estar seco y fresco en Siem Reap, incluso en la noche.

El calor tan húmedo de marzo me obliga a darme dos baños al día. En realidad son más contando los que me doy en sudor. 

Hoy es nuestra segunda visita a Angkor y hemos decido hacerla en bicicleta, así que después del desayuno buscamos un lugar de alquiler y pagamos 20 dólares por un par de monociclos para dos días.

No hay forma de ganarle al sol. Por muy temprano que sea, los rayos penetran con fuerza en la piel. Y como voy a pedalear casi 20 kilómetros para ir a Angkor, lo mínimo que puedo hacer es protegerme de ellos con bloqueador,  sombrero  y lentes de sol.


Foto: Juan Carlos Zamora
Tras 45 minutos de pedaleo llegamos a la zona arqueológica y el paisaje cambia radicalmente. La vegetación es abundante. 

Nunca antes había visto árboles de enormes proporciones como los de la especie tetrameles nudiflora: altos, troncos anchos y raíces largas y gruesas que se me imaginan a un nido de anacondas. Se expanden tanto como pueden y por eso han estrangulado y aplastado varios templos. 

Foto: Gabriela Becerra
Curiosamente, las copas de estos árboles no son tan frondosas. En sus raíces son toscos y gruesos, pero se van haciendo estrechos hacia la punta.

Foto: Gabriela Becerra
Definitivamente, un viaje en bicicleta te permite apreciar detalles que en auto o tuk-tuk no percibes, como los sonidos que emiten las aves para comunicarse.

El viento fresco que se produce cuando pedaleo y la sombra de estos árboles me hacen olvidar los 40 grados de temperatura que se registran. Eso sí, en cuanto nos detenemos, el sudor comienza a brotar. Siento los poros de la piel como agujeros de regadera. De nada sirve ponernos bloqueador si a los cinco minutos ya estamos chorreando. Así como tomamos agua la expulsamos, es como estar en un baño sauna. 

Sobre los dos primeros templos que visitamos no hay mucho que decir, sólo que en uno de ellos me encontré a una linda camboyana de diez años vendiendo pulseras. Me sorprende el nivel de inglés que tienen estos chiquitos y su capacidad para vender,  son insistentes y te miran con ojos de “cómprame uno,  aunque sea”.  


Foto: Gabriela Becerra
Además cuando les preguntas “How much?” Invariablemente te responden “One dollar”, con un marcado acento camboyano y un cantadito encantador. 

Siem Reap es como una de esas tiendas en donde todo lo que hay cuesta un dólar, al menos las botellas de agua, los cocos y mangos, así como los llaveros, postales, pulseras y demás recuerditos que te venden los pequeños valen un dólar. 

Los templos en Angkor se suceden uno tras uno. Así que a los cinco minutos de haber dejado el último templo llegamos al siguiente: Banteay Kdei, uno de mis favoritos.

Foto: Gabriela Becerra

Con tanta humedad, haberme puesto unos pantalones cortos de mezclilla fue lo peor que pude haber hecho .

Por el sudor, la tela se me pega a la piel y me impide moverme a mis anchas. Me acerco a uno de los puestos de ropa que hay a las afueras del templo para ver si encuentro algo más ligero, y una voz en español me dice “¿cuál te gusta?”, volteo la cabeza bruscamente y descubro a otra belleza camboyana, una joven de piel bronceada que me ofrece algunos pantalones de algodón de distintos colores. 

Mientras negociamos el precio, me explica que estudió en una escuela de español, pero, al ser tan cara, decidió abandonarla y seguir aprendiendo y practicando con los turistas.

Ya fresca como una lechuga, inicio mi recorrido por el templo. Como no es de los más famosos hay poca gente, así que aprovecho para tirar con calma fotos de columnas, techos, marcos de ventanas y apsarás (deidades de la mitología hindú) que están esculpidas en los muros.   
 
Foto: Gabriela Becerra

Foto: Gabriela Becerra

Me doy vuelo con los diferentes planos que se forman con las columnas y trato de imaginar cómo habrá sido la construcción original. Observo los detalles y colores,  toco la textura de las piedras y pienso “¡Cómo me gustaría hacer aquí una sesión fotográfica!".

En eso estoy cuando un turista nos dice: “Have you seen that spider? Is very big!”. La curiosidad de Juan Carlos puede más que su fobia a las arañas y nos acercamos a verla. Efectivamente, es tan grande como la red que ha tejido.
 
Foto: Gabriela Becerra
Angkor reúne lo mejor de la naturaleza y el ser humano, de ahí su grandeza. Una obra arquitectónica, producto de la creatividad, el ingenio y el esfuerzo de mucha gente, está envuelta en un paisaje en donde es común encontrarse  arañas en cada resquicio, árboles majestuosos que se enraízan a los templos, o monos a la orilla de la carretera en espera de ser alimentados.

Foto: Gabriela Becerra
 
Foto: Juan Carlos Zamora

Por cierto, rumbo al templo Angkor Wat, donde queremos ver el atardecer, nos encontramos a una bandada de monos. Debido a que los turistas y la gente que trabaja en el sitio les dan de comer, los primates se han vuelto holgazanes para buscar comida.


A ciertas horas del día bajan de los árboles y se ponen a la orilla de la carretera para ver si el conductor de una  bicicleta, tuk-tuk o auto, se compadece y les avienta semillas de loto o plátanos.


Antes de mi viaje leí que no había que acercárseles mucho porque podían saltarte encima si traías comida, pero veo que se han  familiarizado bastante con la gente por la constante convivencia. Al terminar su jornada, los camboyanos se detienen a darles de comer, observarlos y reírse con sus locuras,  son muy simpáticos. 


Por aquí se ve al líder de la manada, solitario y gruñón,  por allá a los más jóvenes correteándose o peleando por la comida que les avientan, y también a la hembra con su cría colgada en el pecho. 


Foto: Gabriela Becerra
Algo que me causa mucha gracia es ver cómo la cría se desprende de su madre para ir detrás de la semilla de loto que pasa rodando por sus patas y cómo, tras comerla, regresa con su madre, se le trepa en el pecho, le agarra las tetillas y se las mete a la boca.  Otras veces, por estar comiendo, no se da cuenta que su mamá se aleja, pero al volver la cara y verla, corre tras ella y se le monta.


Foto: Juan Carlos Zamora

La luz del día comienza a agotarse y dejamos atrás el espectáculo de los monos para alcanzar el atardecer.

Cuando llegamos a Angkor Wat, nos encontramos con la sorpresa de que el sol no se oculta detrás del templo, si no frente a él. Es una lástima, porque este cielo teñido de un color que pasa del amarillo al naranja y después al rojo, hubiera sido un perfecto telón de fondo para poner en primer plano el Templo de Angkor Wat.

Hasta que el sol se mete por completo abandonamos el recinto turístico. Es hora de regresar al hotel, estoy hambrienta, completamente salada por tanto sudor y muy cansada, pero todavía tengo que pedalear cerca de una hora.


Llegamos al hotel casi a las ocho de la noche, no me quedan ganas de salir a cenar al centro, así que pedimos algo en el restaurante. Después de un baño caliente, nos consentimos con un masaje camboyano que ofrece el hotel por seis dólares en nuestra habitación.

Parece ser que en todo el sudeste asiático los masajes son parte de la vida cotidiana, o al menos de la vida turística. Tanto en Tailandia como en Camboya existe una gran oferta y los precios son bastante accesibles. 

Te los puedes dar en locales establecidos o en plena calle en las zonas turísticas, en donde es común ver a los viajeros dándose uno de pies en medio de la ambientada vida nocturna. También por un dólar puedes disfrutar en Siem Reap de diez minutos de masaje en los pies.

Debo aclarar que ambos estilos de masaje, los tailandeses y  camboyanos, son muy parecidos y bastante rudos. 

Las masajistas te presionan con fuerza en la planta de los pies y en las piernas. Usan el peso de su cuerpo para estirarte los músculos, pareciera que estás luchando con ellas, pues de repente se han montado sobre ti y te hacen algo parecido a la “quebradora”, es un masaje de contacto y al final quedas un poco adolorido.

La mejor parte es cuando te dan masaje en el cuello y la nuca. Se sientan pegadas a la pared y se colocan una almohada entre las piernas para que ahí recargues tu espalda y luego tu cabeza. El masaje es rudo, pero me gusta. Tan es así que me quedo dormida y comienzo a roncar. 

Carlos me despierta, por eso de la pena ajena y porque el masaje ha terminado. Lo siento por él, porque estoy tan cansada que lo más seguro es que siga roncando toda la noche. No puedo más, se me cierran los ojos, se me cierran, hasta mañazzzzzz.

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