lunes, 6 de mayo de 2013

Angkor, la ciudad de los dioses


Segunda parte

23 de marzo, 2013

Mi concepto de vacaciones no está precisamente relacionado con el descanso. Soy inquieta, me gusta sacarle provecho a los lugares que visito y eso implica levantarse temprano y caminar mucho. 

Ben quedó de pasar por nosotros a las 8 am para ir a Angkor, que de nuestro hotel queda como a 20 kilómetros. Así que a las 6:30 am salto de la cama para darme un baño y tomar el desayuno que está incluido en el  precio del hotel.

Con su eterna sonrisa, Ben nos da los buenos días y nos lleva a Angkor en su potro de tres ruedas.
  
Al llegar a la entrada de la zona arqueológica compramos un boleto de 40 dólares para tres días de visita. Nos toman una foto digital y entregan una credencial que será nuestro pase en los siguientes días.
  
Angkor es enorme, cuenta con 200 kilómetros cuadrados de superficie en los que se distribuyen decenas de templos. Y como no queremos aperitivos sino comenzar con el plato fuerte, le decimos a Ben que se dirija a Angkor Wat, el templo más emblemático de todo el recinto religioso. 

De repente, aparece frente a mí la imagen que había visto tantas veces en Internet. Ahora soy yo la que está dentro de la foto, puedo ver con mis propios ojos otra joya creada por la humanidad, sentirla, respirarla y tocarla.


Foto: Gabriela Becerra

Alcanzo a ver las cinco torres con forma de loto. La del centro es la principal y representa el monte Merú, considerado sagrado en varias culturas, mientras que las otras simbolizan sus picos más altos.

Ben estaciona su tuk-tuk y nos espera bajo la sombra de los monumentales árboles mientras hacemos el recorrido.

Como el templo está rodeado por un canal que fue construido para defenderse de las invasiones, avanzamos por el único camino de acceso a la entrada, un andador de aproximadamente un kilómetro de largo. 

No somos los únicos que hemos llegado temprano, en el lugar hay decenas de turistas que sonríen para la foto y posan por aquí y por allá.  

Parada al pie de la fachada principal de Angkor Wat imagino todo lo que ha entrado y salido por esta puerta en los más de mil años desde que se inició su construcción. 

Desvían mi atención los finos grabados de piedra que hay en techos y paredes, los toco, meto mis dedos en los recovecos. 

Foto: Gabriela Becerra
 
Foto: Gabriela Becerra
 

Foto: Gabriela Becerra

Observo también cómo la humedad ha hecho de las suyas y sirve de incubadora al moho que día a día va cubriendo de verde las figuras talladas de flores, grecas y formas humanas que alguna vez estuvieron pintadas.

Las ventanas  son otro aspecto exquisito. Los barrotes están tallados con finos detalles y a través de ellos se cuela una cálida luz que nos permite apreciar otros detalles  que hay en los corredores.

Foto: Gabriela Becerra

Salimos de la fachada principal y se extiende ante nosotros una amplia área verde con árboles de copa frondosa que sirven de sombrilla para todos aquellos que están huyendo del sol que, a las 9 de la mañana, ya quema y pone en aprietos a las chinas que tanto cuidan su piel.

Cruzamos la extensión verde a través de otro andador que conecta la fachada principal con otra que da acceso a las cinco torres con forma de loto. 

Comienzo a explorar y lo primero que veo son los techos de los corredores que me trasladan a los templos Mayas, específicamente a los de Palenque, en el estado de Chiapas, México. Techos de piedra tosca que se unen en su punta. El parecido me asombra.


Foto: Gabriela Becerra

Allá vivieron los Mayas, pero ¿en Angkor quién? Vamos a trasladarnos por unos segundos en el tiempo. Entre los siglos IX y XV, hubo un reino llamado Jemer que tuvo en Angkor su ciudad más importante. 

Este imperio fue heredero de la cultura de la India, así que nació siendo fiel a la religión hinduista y tanto su visión del cosmos, como su pensamiento, costumbres y arquitectura estuvieron guiadas por esta doctrina. 

Por ende, los primeros templos de Angkor fueron construidos bajo los principios hinduistas, aunque más tarde, cuando penetró el budismo, los gobernantes en turno los adaptaron a esa nueva creencia. Por eso, en algunas construcciones puedo apreciar la fusión de ambas.

Angkor Wat, por ejemplo, se construyó con el estilo arquitectónico hindú a principios del siglo XII y fue el centro político y religioso del imperio Jemer, pero años más tarde se le adaptaron elementos budistas. 

Foto: Gabriela Becerra
Este templo es uno de los que mejor se conserva gracias a que los monjes budistas nunca lo abandonaron, a diferencia de otros templos que quedaron  a  merced de la selva, la cual se los ha ido comiendo gradualmente.

Con la colaboración de varios países, los templos se han ido reconstruyendo, aunque todavía falta mucho por hacer.

Otro aspecto que me hace recordar algunos templos prehispánicos de México son las escalinatas. Por ejemplo, para llegar a la cima de la torre principal, que emula al monte Merú, los antiguos moradores tenían que dar largas zancadas para alcanzar el siguiente escalón, lo que hacía imposible subir con la frente en alto. 



No sé si su construcción tenía como finalidad que el cuerpo se inclinara hasta agacharse en señal de respeto a los dioses, como sucedía en algunas  culturas mesoamericanas. 

Actualmente, se han superpuesto estructuras de metal con escalones de madera para proteger las escalinatas originales que, además de peligrosas, ya están muy deterioradas.

Estoy tan hipnotizada con la arquitectura que apenas escucho la protesta de mis tripas. Así que antes de visitar el siguiente templo, hacemos una pequeña escala en los puestos de artesanías, ropa y comida que están en aquella extensión verde que les comenté al principio. 

Por cinco dólares me traen un Amok con pollo, acompañado de arroz hervido (lo que me recuerda que estoy en Asia) Y para refrescarme pido un coco bien frío.

Después de cuatro horas abandonamos Angkor Wat. Encontramos a Ben y su inseparable sonrisa bajo la sombra donde lo dejamos. En su tuk-tuk nos lleva a la siguiente parada: el templo de Bayon.

Foto: Gabriela Becerra
 
Una cara gigante esculpida en diferentes pedazos de piedra cuadrada nos da la bienvenida con una sonrisa. No es la única, cuando apunto la mirada hacia otros ángulos del mismo templo descubro decenas de rostros más. Me pregunto a quién le sonríen y por qué. 
  
Foto: Gabriela Becerra

Cuando camino siento que me observan, tienen esa mirada que te sigue a donde quiera que te muevas. 

¿A quién representan estas caras sonrientes? Son la imagen de Avalokiteshvara, el buda de la compasión. Se dice que en Bayon hay 216 caras distribuidas en 54 torres, cada una apunta hacia uno de los cuatro puntos cardinales. 
 
Foto: Gabriela Becerra
  
Mi curiosidad no alcanza para confirmar que el número de torres y caras sea el que realmente dicen, así que limito a observar otros detalles del recinto.

Para ello, me siento en unas piedras que están amontonadas en el patio de Bayon. Tal vez hace mil años cumplieron con alguna labor importante, pero hoy sólo esperan a que algún arqueólogo descubra cuál es su sitio en todo este rompecabezas.

Cuando miro las torres de Bayon me acuerdo del juego de mesa Jenga, pienso que con una sólo piedra que se mueva todo podría venirse abajo. Me pregunto cómo es que dejan entrar a los visitantes en el interior del templo, se ve frágil y peligroso. 


Foto: Gabriela Becerra

No me queda claro hasta dónde el recinto conserva su diseño original y hasta dónde los arqueólogos han vuelto a colocar las piedras, ya que algunas de las figuras que están talladas no embonan entre sí. Por aquí se ve esculpida una cabeza, pero por allá se observa su mano o pie. Además, me asalta la duda de cómo están unidas las piedras, pues no observo entre ellas ningún tipo de cemento.

Como he mencionado, en Angkor se construían y remodelaban templos de acuerdo a las preferencias religiosas de los gobernantes en turno. Bayon, por ejemplo, se edificó cuando el rey Jayavarman VII se convirtió al budismo. 

Aunque es un viejo de casi mil años, el templo de Bayon es más joven que Angkor Wat, pero ha sufrido daños más severos en su estructura debido al abandono. 

Si ha estado de pie un milenio, creo que puede mantenerse igual mientras estoy adentro. Al fin y al cabo no seré la primera ni la última en explorar sus recovecos. Así que allá voy.


Foto: Juan Carlos Zamora

Después de haber husmeado en los adentros de Bayon es hora de regresar al hotel, Juan y yo estamos cansados, bañados en sudor y no sabemos si Ben ya comió.

Ya fresquecitos y guapos después de un baño, hacemos uso del tuk-tuk que el hotel nos ofrece gratis una vez al día para ir al centro de la ciudad. Pedimos que nos lleven a la calle de bares, donde hay restaurantes, cafeterías, tiendas y un animado ambiente nocturno.

En la cena del día anterior habíamos pagado 7 dólares por un Amok acompañado de arroz, pero esta vez lo encontramos entre 3 y 5. Mientras te acostumbras a los precios y la conversión de la moneda estás expuesto al abuso y al engaño.

 
Foto: Juan Carlos Zamora

Como ya es típico, entramos al restaurante que tiene más gente, es casi una garantía de que la comida está rica y a buen precio. No nos equivocamos, buena atención, variedad, sabor y precios.

Y para acercarnos más a la cultura del país (siempre es bueno poner un pretexto) concluimos el día tomándonos unas cervezas con sabor local: Ankor y Cambodia ¡Salud!

Foto: Juan Carlos Zamora


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